El mundo de la palabra escrita se reveló a los nativos de África cuando yo vivía allí. Tenía, si quería, una oportunidad de atrapar el pasado por la cola y vivir un pequeño fragmento de nuestra propia historia: el período cuando se reveló la escritura al pueblo llano de Europa. En Dinamarca había ocurrido unos cien años antes y, por lo que me contaron personas muy viejas cuando era niña, me parece que la reacción en ambos casos había sido casi exactamente la misma.
Raras veces los seres humanos pueden haber mostrado una devoción tan humilde y extática a los principios del arte por el arte.
Las cartas de los jóvenes nativos seguían siendo generalmente escritas por amanuenses profesionales, porque aunque algunos de los viejos se dejaban llevar por el espíritu de los tiempos y unos cuantos ancianos kikuyus asistían a mi escuela y trabajaban pacientemente su abecedario, la mayor parte de los de la vieja generación se mostraban en desacuerdo con el fenómeno. Sólo unos pocos de los nativos podían leer, y mis sirvientes, los aparceros y los jornaleros de la granja traían cartas para que yo se las leyera. Cuando las abría y estudiaba una carta tras otra, me maravillaba de su insignificancia. Cometía el mismo error que todas las personas civilizadas y con prejuicios. Era como tratar de herborizar la ramita de olivo que llevó la paloma al arca de Noé. Fuera cual fuera su aspecto, era más importante que el arca entera con todos los animales en ella: contenía un mundo nuevo y verde.
Las cartas de los nativos se parecía mucho unas a otras, seguían muy de cerca las fórmulas sancionadas y sacralizadas, y eran más o menos como sigue: «Mi querido amigo Kamau Morefu. Tomo la pluma en mi mano», en un setido no literal, porque era el escriba profesional quien lo hacía, «para escribirte una carta, porque hace mucho tiempo que quería escribirte. Yo estoy muy bien y espero que tú también estés, gracias a Dios, muy bien. Mi madre está muy bien. Mi esposa no está muy bien, pero espero que tu esposa esté muy bien, gracias a Dios, bien», aquí venía una larga lista de nombres, con una pequeña noticia de cada uno de ellos, la mayor parte de las veces insignificante, aunque otras completamente fantásticas. Luego acababa la carta. «Ahora, amigo Kamaru, termino esta carta porque tengo muy poco tiempo para escribirte. Tu amigo Ndwetti Lori».
Para llevar similares mensajes entre jóvenes estudiosos europeos hace cien años, los postillones se subían a sus monturas, galopaban los caballos, sonaban las trompas del correo y se imprimía papel con bordes dorados y ligulados. Las cartas eran recibidas con ilusión, acariciadas y conservadas; yo he visto algunas de ellas.
Memorias de África, de Isak Dinesen.